Y en Sitges hubo aplausos para David Cronenberg (no recuerdo que los hubiera en Cannes, más bien algún silbido). Lo que es, claramente, de merecer: pues Cosmópolis puede ser muchas cosas, la gran mayoría geniales, pero desde luego no es una película fácil, ni para los fans del viejo Cronenberg, ni para los nuevos de Robert Pattinson (quizás sí para los amantes de Don De Lillo, cuya novela homónima sirve de maquiavélica hoja de ruta a la película). En un festival que homenajea el cine post-apocalíptico nada mejor que una película que retrata el fin del mundo a través del cuero de la limusina, de las pantallas táctiles con datos circulando a una velocidad que sólo se puede medir en zeptosegundos, de diálogos abstractos y abstrusos sobre el ser y la nada, sobre el Yuan y el Baht, con sexo expeditivo, con deseo refrendado, con ratas gigantes tomando las calles de Manhattan. Habría que enmarcar el periplo de este joven “iluminatti” de las finanzas en su intención de atravesar un Nueva York atestado de coches para cortarse el pelo en su peluquería de juventud, una metáfora caníbal donde un Dios terrenal, hedonista como lo deben ser todos los multibillonarios, plantea un sinfín de preguntas retóricas a su peculiar mesa (limusina) del Rey Arturo. Y mientras tanto el mundo a su lado se va descomponiendo, desestructurándose por momentos, llenándose de una violencia desesperada que él contempla a través de sus cristales blindados. Cronenberg sigue renovándose película a película desde hace más de treinta años y, si bien su cine ha mutado hacia otros parajes –el cerebro, y no el cuerpo, es ahora su foco de destrucción-, éste sigue tan fascinante y zumbado como siempre. Larga vida.
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